lunes, 4 de abril de 2011

SU ATARDECER



Una vida plena de actividad y con apreciables resultados va llegando a la hora del atardecer. Nunca me he detenido a escoger entre la hermosura de las promesas que brinda un brillante amanecer y la cuajada realidad que puede significar un ocaso que entre luces multicolores va anunciando un final. La Madre Lucía del Niño Jesús y de la Santa Faz consagró a la Iglesia del Táchira, los veintiséis años finales de su vida carmelitana. Por cuarta vez fundadora, M. Lucía, ahora cariñosamente llamada por sus hermanas, “Nuestra Madre”, reside en el Monasterio de “Santa María de la Consolación de la Montaña”, entre Rubio y Bramón. Una casa de campo, suficientemente amplia, concluida y adaptada con conocimiento y buen gusto, aloja una comunidad que se consolida y tiende a crecer. 

La salud de la Madre Lucía fue más bien débil. Una enfermedad que los documentos no determinan casi la aleja del Carmelo en los años de su primera formación. La reposición de ese entonces marcó huella en la resolución con que emprendió el quehacer de la restauración. Para el final de sus días, se encuentra aquejada, según los diagnósticos médicos de por lo menos, de diabetes, problemas de tensión arterial y cáncer al pulmón.

El 4 de septiembre, dentro de su gravedad, amaneció mejor. Pudo hablar y hasta recordar a una Hermana la manera de tocar las campanas para anunciar su partida. También dijo esa mañana: “Anhelo ver a Jesusín”. Y dirigiéndose a la Supriora, “Sólo me falta un impulso para salir”. La tensión empezó a bajar sensiblemente. Se llamó al médico que presuroso vino a atenderla. Hacia las cuatro de la tarde, mientras le daban un masaje a la espalda para aliviarle el dolor que sentía, se produjo un paro respiratorio. De inmediato, el médico procedió a atenderla, se reunió la Comunidad y entró el Padre y comenzó la Recomendación del Alma de acuerdo con la Liturgia de la Iglesia. El dolor de todos era palpable. Mientras el sacerdote decía: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, la Madre Lucía expiró y al instante brotaron de las comisuras de sus labios dos hilos de sangre. Eran las 4:25 de la tarde.

Una vida de entrega incondicional se cerró en su aspecto temporal y se abrió a la luz de lo eterno. El amor y servicio a Dios, a la iglesia y a todos los seres humanos que en este mundo ofrendó Mireya Asunta Escalante Innecco, en la vida religiosa Madre Lucía del Niño Jesús y de la Santa Faz, será para siempre la nota distintiva de su personalidad ante la misericordia y la majestad de Dios.

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